(Por Atilio A.
Boron)
Una visita a
Santiago y Valparaíso y una serie de intensas reuniones con jóvenes de
distintos movimientos sociales de Chile nos permitió calibrar los alcances del
triunfo ideológico del neoliberalismo en ese país y los funestos legados de la
dictadura pinochetista. Como es sabido, para ésta la política era igual a
politiquería y corrupción, y la misión salvífica de Pinochet –no sólo un
sanguinario asesino sino también un vulgar ladrón, como se comprobaría al
descubrirse sus múltiples cuentas secretas en bancos de Estados Unidos-
requería eliminar la política de la vida pública chilena. De ahí la
metódica pedagogía del poder despótico dirigida a descalificar cualquier
iniciativa social basada en estrategias y/o sujetos colectivos. La
salvación en este mundo era un asunto estrictamente individual, y quien no
entendiera esta elemental verdad sólo acentuaría sus padecimientos y, además,
contribuiría a la disolución nacional. El exacerbado individualismo predicado
sin pausa por dos infames Premios Nobel de Economía que visitaron al tirano
-Milton Friedman y Friedrich von Hayek- valía para la economía pero también
para la política, la sociedad y la cultura. Reemplazado Pinochet por una connivente
Concertación y, más tarde, por la derecha aún más complaciente de la Alianza,
con Sebastián Piñera a la cabeza, la continuidad del pinochetismo se verificó
no sólo en la política económica –que es lo más conocido- sino, sobre todo, en
el plano de la cultura política. Ni la Concertación, que estuvo durante nada
menos que veinte años en La Moneda, ni la Alianza, hicieron el menor intento de
revertir los ominosos legados del pinochetismo, mismos que siguiendo a Bertolt
Brecht podríamos caracterizar como la sistemática promoción del “analfabetismo
político.”
El analfabeto político detesta la política y no
sabe que su “antipolítica” es una forma de hacer política que beneficia a sus
opresores. Esta actitud, extendida en la época de Pinochet no hizo sino crecer
en el frustrante período “democrático” que le sucedió. La indiferencia
gubernamental ante la progresión de la desigualdad y la creciente injusticia
social en uno de los países que, en el pasado, figuraba junto con Argentina,
Costa Rica y Uruguay como uno de los más igualitarios del continente terminó
por desilusionar profundamente a la ciudadanía y sobre todo, a las jóvenes
generaciones. En ellas la aprobación popular de los partidos políticos y del
Congreso apenas oscila en torno al 10 porciento. El grado de desprestigio de
los partidos es tan marcado que en los afiches promoviendo las candidaturas a
concejales y alcaldes para las elecciones del próximo 28 de octubre sólo se
exhiben las fotos de los postulantes, su nombre y el número de identificación
de su lista pero sin mencionar al partido político al cual pertenecen. Sólo por
excepción algún que otro apela al “photoshop” para insertar al lado de su
imagen la de Michelle Bachelet. No vimos ninguno que tuviera la osadía de
colocarse junto al rostro incomprensiblemente sonriente del presidente
Sebastián Piñera. En suma: no hay partidos, no hay ideología, no hay apelación
a un sujeto colectivo, no hay utopía que alcanzar y por la cual luchar; de
repente, casi milagrosamente, puede aparecer una consigna invariablemente de
corte tecnocrático y una difusa apelación a “la gente.”
Afortunadamente hay otro Chile, que no aparece en el plano oficial. Allí está
la juventud, que toma las calles para exigir educación gratuita y de
calidad y, además, el abandono del asfixiante modelo neoliberal. Y también
están los mapuche, a los cuales nos referiremos más abajo. La contrarreforma
universitaria de Pinochet (y continuada por sus sucesores) hizo que las
universidades públicas tuvieran que arancelar sus estudios de grado y posgrado,
es decir, privatizándose, mientras que proliferaban muchas instituciones
privadas, algunas de ellas fundadas por el Opus Dei o la Legión de María y
otras directamente vinculadas a grandes grupos económicos que necesitan formar
sus cuadros en la certeza de que ninguna idea mínimamente crítica irrumpiría
para perturbar la absoluta coherencia de su acendrado neoliberalismo y su culto
al hiper-individualismo. El modelo de estas instituciones, en las públicas (si
es que todavía se las puede llamar así) y sobre todo en las privadas es el de
los colleges norteamericanos: se copian sus formas y
apariencias externas tanto como el contenido, casi siempre muy reaccionario
(sobre todo en las humanidades y las ciencias sociales) de sus curricula. Las
universidades privadas constituyen un sistema marcadamente estratificado: están
las ya mencionadas que preparan cuidadosamente a la futura élite política y
económica de Chile; y están las otras, de muy baja calidad, que hacen su
negocio lucrando con la desesperación de los sectores medios que sueñan todavía
con la movilidad social vía educación. El arancel promedio de los estudios de
grado, para obtener una licenciatura, es de unos 600 dólares mensuales, a pagar
durante diez meses. Pero el ingreso de una familia tipo de clase media,
trabajando padre y madre, es de poco más que eso. El resultado: un masivo
endeudamiento con la esperanza –por cierto que bastante ilusoria- de que los
futuros egresados encontrarán un trabajo adecuadamente remunerado para pagar
los préstamos contraídos para financiar sus estudios.
Ante la inminencia de las próximas
elecciones municipales varios sectores de la juventud están debatiendo la
actitud a tomar. Son muchos los jóvenes críticos de las políticas oficiales
que, a favor de la reciente modificación de la legislación electoral que a la vez
que inscribe automáticamente a los electores consagra el carácter voluntario
del sufragio (mientras que antes la inscripción era voluntaria, pero el
sufragio era obligatorio), consideran que el modo de manifestar su repudio al
sistema es absteniéndose de votar. Dado que no se ven alternativas reales (y no
sólo no se ven sino que por ahora no las hay) lo mejor, dicen, es demostrar su
rechazo mediante su ausencia. Nos permitimos disentir de este criterio porque
si hay algo que las clases dominantes quieren es precisamente que el soberano
popular no vote, no se informe, no participe. Desde los debates de la
convención constituyente de los Estados Unidos, en 1787, hasta la obra de
teóricos neoconservadores como Samuel P. Huntington y sus colegas de la Comisión
Trilateral en los años setenta del pasado siglo, la derecha invariablemente
coincidió en poner obstáculos a la concurrencia electoral y estimuló el
ausentismo de las urnas para conjurar el peligro de una plebeya “tiranía de las
mayorías.” De producirse, el masivo abstencionismo juvenil lejos de preocupar a
la conservadora clase política chilena sería un incentivo para que nada cambie
y todo quede como está. Sería interpretado, siguiendo la más estricta lógica
del individualismo neoliberal que impregna las alturas del estado, como un
cheque en blanco otorgado al gobierno por los ausentistas los cuales, como
buenos actores “egoístas racionales”, prefirieron quedarse en sus casas porque
entendían que las cosas estaban bien, una especie de consenso tácito lockeano;
o, bajo otra hipótesis, porque no tenía sentido, desde el derrotismo del
análisis “costo-beneficio”, molestarse en ir a votar resignados como estaban
ante la absoluta imposibilidad de cambiar nada. La opción ausentista o
abstencionista es promovida por un extenso sector de la juventud ganado por una
difusa y volátil mezcla de autonomismo y anarquismo posmoderno que
involuntariamente termina favoreciendo los planes de la derecha, siempre
deseosa de reducir al mínimo la participación electoral. No es un dato menor
que hoy sea este grupo quien presida la FECH, la Federación de Estudiantes de
la Universidad de Chile. Otro sector, mayoritariamente vinculado al partido
comunista chileno, cree que se debe participar y acompañar con su voto el
reciente acuerdo entre esa fuerza política y la Concertación. No obstante, es
un acompañamiento a regañadientes porque no son pocos quienes en las Juventudes
Comunistas temen, con razón, la dilución de su identidad partidaria o el costo
que habría que pagar por asociarse a una fuerza política tan desprestigiada
como la Concertación. Finalmente, hay un núcleo emergente de inspiración
marxista y (afortunadamente) para nada dogmático, nucleado en la UNE, Unión
Nacional Estudiantil, que al día de hoy continúa debatiendo la postura a
adoptar. Nuestra opinión es que lo mejor sería que esa juventud que con tanta
valentía ganó la calle en el 2011 y resistió la violenta represión de los
carabineros fuese a votar, y lo haga por un personaje que, no siendo candidato,
sintetice sus aspiraciones. Esos votos serían anulados, pero eso es lo de
menos. Creemos que si el próximo domingo apareciera una gran cantidad de votos
a favor de, digamos, Salvador Allende, la clase política chilena caería en la
cuenta de que el suelo se está moviendo bajo sus pies y que podría estar
gestándose una alternativa hasta ahora inexistente.
La larga
batalla de los mapuche es otro alentador ejemplo de que, como decía Galileo en
relación a la Tierra, la vida política chilena “sin embargo se mueve”.
Sus heroicas luchas por la recuperación de sus tierras y derechos
ancestrales es reprimida de una manera sanguinaria: si la represión a los
estudiantes exhibe el ensañamiento propio del odio clasista, en el caso de los
mapuche esto se potencia al combinarse con un escandaloso racismo, todo
amparado por la implacable aplicación de la legislación antiterrorista
instituida por Pinochet en 1984. Un ejemplo clarísimo de la baja calidad de la
“democracia” en Chile –erigida por el saber convencional de las ciencias
sociales como el modelo político a imitar- lo ofrece el hecho de que los gobiernos
que le sucedieron no sólo no derogaron el engendro represivo del tirano sino
que lo perfeccionaron. Juicios amañados, condenas absurdas e injustas, huelgas
de hambre a las que el gobierno responde con criminal indiferencia, ataques a
mujeres, ancianos y niños indefensos y asesinato de militantes configuran un
cuadro –silenciado por los oligopolios mediáticos, por supuesto- que hacen que
Chile al sur del río Bíobío se parezca más a Colombia que al resto del país.
Tal como lo declara uno de los líderes mapuche, Pedro Cayuqueo, las fuerzas
especiales de los carabineros actúan en la Araucanía con la ferocidad de un
pitbull fuera de control. El gobierno de Piñera, al igual que lo hiciera la
dictadura genocida argentina, sostiene que las fuerzas del orden se “exceden”
en su celo represivo. No obstante, es el gobierno quien tiene la obligación de
impedir que el pitbull verde prosiga sembrando destrucción y muerte en tierras
mapuche, pero no lo hace.
Las movilizaciones
estudiantiles y mapuche contrastan vivamente con la esclerosis que afecta a las
formaciones partidarias y, en buena medida, al debilitado sindicalismo chileno.
Si bien son vigorosas y merecedoras de todo apoyo su focalización temática y su
intermitencia, sobre todo en el caso de los estudiantes, conspiran contra su
eficacia práctica. Un ejemplo de esto lo ofrece la nula resistencia popular
ante la reciente instalación de una base militar de Estados Unidos en Fuerte
Aguayo, en Concón, pocos kilómetros al norte de Valparaíso. Dicha base, dependiente
del Comando Sur, se especializará en el entrenamiento militar requerido por un
programa del Pentágono denominado MOUT (Military Operations on Urban Terrain),
es decir, “operaciones militares en terreno urbano” o, dicho sin eufemismos,
entrenamiento de fuerzas especializadas en la represión de la protesta
social. Washington y Santiago negociaron este acuerdo en el más absoluto de los
secretos -¡otro rasgo de una “democracia”- y cuando se filtró la noticia, a
propósito de la visita a Chile del Secretario de Defensa de Estados Unidos,
Leon Panetta, en abril de este año, la base, construida en tiempo record, ya se
había establecido. Pero ni antes ni después hubo marchas o manifestaciones
repudiando la maniobra o exigiendo el desmantelamiento de la base.
Esta pasividad es
uno de los peores legados de la “antipolítica”, de la larga noche pinochetista
y de la espesa penumbra que proyectan sus sucesores. Una pasividad estimulada
por el descrédito de todo lo que sea público, colectivo, político. A contracorriente,
los jóvenes chilenos y los mapuche están haciendo una obra extraordinariamente
importante para su país: son el ejemplar revulsivo de una sociedad
desmovilizada y resignada, atontada por la publicidad consumista y sometida a
un brutal proceso de re-educación política que el año próximo cumplirá cuarenta
años. Una sociedad, también, abrumada por un nivel de endeudamiento que
generaliza la angustia de las familias más pobres a la vez que engrosa las
arcas de los bancos. Según el Ministerio de Desarrollo Social de Chile los
sectores más pobres destinaban, a comienzos de este año, un 60 por ciento de
sus ingresos al pago de sus deudas, debiendo sobrevivir con el 40 por ciento
restante. En situaciones tan desesperantes como esa es difícil poder pensar y
actuar políticamente, a menos que se tenga una clara conciencia política. Con
sus luchas los jóvenes estudiantes y los mapuche demuestran que no todo está
perdido, que hay futuro y que, tal vez, el año próximo, cuando se cumplan
cuarenta años del martirio de Salvador Allende, su recuerdo encienda los
corazones de sus compatriotas y los impulse a concluir una obra que el criminal
golpe militar del 11 de septiembre del 1973 hizo que quedara inconclusa.
Podría, de ese modo, iniciarse el crepúsculo de la “antipolítica”, a
derrumbarse el ya aludido “analfabetismo político” metódicamente alentado como
una estrategia de dominación por el pinochetismo y sus sucesores. A
propósito de esto Brecht recordaba que “el peor analfabeto es el analfabeto
político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No
sabe que el costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina,
del vestido, del zapato y de los remedios dependen de decisiones políticas. El
analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho
diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la
prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el
político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y
multinacionales.” Ojalá que estas sabias palabras del comunista alemán
puedan ser difundidas masivamente por los movimientos que luchan por otro
Chile. Sería una manera muy apropiada de combatir uno de los más ominosos
legados del pinochetismo.
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