martes, 17 de julio de 2012

Artículo de Carlos Peña

Artículo escrito por otro hijueputa (parece que estamos en el mes de estos bichos) aparecido en el "decano" de la prensa de los poderosos. 

La izquierda en crisis
Por Carlos Peña

Por veinte años, la Concertación siguió el consejo que arroja la historia política del siglo XX: quien hace suyo el centro, hace suyo el gobierno.

Los presidentes que provenían de partidos de centro fueron elegidos con el apoyo de la izquierda los años 1938, 1942 y 1946, y con el apoyo de partidos de derecha los años 1932 y 1964. Sólo en dos ocasiones ganó un candidato de derecha o de izquierda: el año 1958 ganó la derecha con Alessandri y el año 1970, la izquierda con Salvador Allende

Enterados de esa lección, la izquierda y la Decé se aliaron, convencidos de que querían subir la misma montaña aunque por distintos lados. La montaña era la recuperación de la democracia. Cada uno rebajó sus expectativas: la Decé moderó su conservantismo moral (a cambio ejerció su mayor liberalismo económico) y la izquierda moderó su mayor estatismo (y a cambio encontró espacios para su agenda cultural).

El resultado está a la vista. Chile consolidó la modernización capitalista incluso más allá de lo que el propio capitalismo había soñado.

La izquierda (no la Decé, que olvidó rápido el discurso anticapitalista que alguna vez tuvo) pagó un precio alto. Y lo hizo en la peor de las monedas: la ideológica.

En esos veinte años, una idea se impuso de manera casi atmosférica: la realidad quedaba bien definida desde la técnica, especialmente desde la economía neoclásica, y la política debía subordinársele. Las expectativas fueron domesticadas por el conocimiento experto. El resultado fue un disciplinamiento del discurso: algunos anhelos fueron declarados insensatos y más allá de los límites de lo posible, desde el cambio del sistema escolar a la estructura tributaria. El discurso de la política fue medido por el rasero de la técnica. Incluso se impuso un vocabulario que las élites de la Concertación repitieron sin crítica alguna: los salarios fueron incentivos; la educación, capital humano; las instituciones, límites; el mercado, un motor; la impunidad, una virtud; los empresarios, emprendedores; las políticas públicas, el secreto de todo éxito.

Esa fue la victoria -podría llamarse epistemológica- de la derecha durante todos estos años.

Si se requieren pruebas -viendo hacia atrás es difícil pensar cómo algo así pudo hacerse sin sonrojo-, basta recordar las reuniones en el CEP con los empresarios. Si los hechos tienen significado, no cabe duda que esos encuentros -los empresarios certificando la responsabilidad de los políticos- retratan la época.

Pero la ideología es como un embrujo. Tarde o temprano se desvanece.

Fue lo que ocurrió con las movilizaciones sociales. En ellas se gritaba en la calle todas las cosas que, durante veinte años, se consideró insensato siquiera pensar. La ilusión retrospectiva (según la cual lo que ocurrió en veinte años coincidió con lo que se quería) se borró de una plumada. La verdad quedó al descubierto: los deseos más genuinos habían sido reprimidos.

Entonces, como el paciente ante el analista, la izquierda debe ahora reelaborar su propia identidad.

Cualquier alianza debe responder la pregunta del millón: ¿Qué montaña -que importe por igual a la Decé y a la izquierda- es la que habría que escalar? ¿Cuál es el desafío que justificaría rebajar las propias expectativas?

La tentación fácil -que cualquier partidario del rational choice , es de suponer, daría- es que esa montaña es simplemente el poder y que, en consecuencia, el desafío de la izquierda y de la Decé es escoger el mejor candidato y ponerse detrás de Bachelet.

Parece fácil.

Así se recuperaría el poder. Pero ¿para qué sería eso?

En el actual momento histórico (luego que las movilizaciones sociales rompieron la ilusión retrospectiva de que las cosas de estos veinte años coincidieron con las que se anhelaban), las viejas preguntas de la política están de vuelta: ¿Para qué? ¿Hacia dónde? ¿Y después qué?

No hay duda.

La crisis de la izquierda no consiste en la dificultad para responder esas preguntas. Es peor: consiste en que sus dirigentes y sus intelectuales todavía no recuperan siquiera la capacidad de formularlas.

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