Ciudad de México
Huerta huye en el mismo barco que se había llevado de México a Porfirio Díaz.
Los andrajos ganan la guerra contra los encajes. La marea campesina se abate sobre la capital desde el norte y desde el sur. Zapata, el Atila de Morelos, y Pancho Villa, el orangután, el que come carne cruda y roe huesos, embisten vengando ofensas. En vísperas de Navidad, los diarios de la ciudad de México ostentan una orla negra en primera página. El luto anuncia la llegada de los forajidos, los bárbaros violadores de señoritas y cerraduras.
Los andrajos ganan la guerra contra los encajes. La marea campesina se abate sobre la capital desde el norte y desde el sur. Zapata, el Atila de Morelos, y Pancho Villa, el orangután, el que come carne cruda y roe huesos, embisten vengando ofensas. En vísperas de Navidad, los diarios de la ciudad de México ostentan una orla negra en primera página. El luto anuncia la llegada de los forajidos, los bárbaros violadores de señoritas y cerraduras.
Años turbulentos. Ya no se sabe quién es quién. La ciudad tiembla de pánico y suspira de nostalgia. Hasta ayer nomás, en el eje del mundo estaban los amos, en sus casonas de treinta lacayos y pianos y candelabros y baños de mármol de Carrara; y alrededor los siervos, el pobrerío de los barrios, aturdido por el pulque, hundido en la basura, condenado al salario o la propina que apenas da para comer, muy de vez en cuando, alguito de leche aguada o café de frijoles o carne de burro.
Un golpecito de aldaba, entre queriendo y no queriendo, y una puerta que se entreabre: alguien se descubre la cabeza y con el descomunal sombrero apretado entre las manos pide, por amor de Dios, agua o tortillas. Los hombres de Zapata, indios de calzón blanco y cananas cruzadas al pecho, merodean por las calles de la ciudad que los desprecia y los teme. En ninguna casa los invitan a pasar. Dos por tres se cruzan con los hombres de Villa, también extranjeros, perdidos, ciegos.
Suave chasquido de huaraches, chas-ches, chas-ches, en los escalones de mármol; pies que se asustan del placer de la alfombra; rostros mirándose con extrañeza en el espejo de los pisos encerados: los hombres de Zapata y Villa entran al Palacio Nacional y lo recorren como pidiendo disculpas, de salón en salón. Pancho Villa se sienta en el dorado sillón que fue trono de Porfirio Díaz, por ver qué se siente, y a su lado Zapata, traje muy bordado, cara de estar sin estar, contesta con murmullos las preguntas de los periodistas.
Los generales campesinos han triunfado, pero no saben qué hacer con la victoria:
—Este rancho está muy grande para nosotros.
El poder es asunto de doctores, amenazante misterio que sólo pueden descifrar los ilustrados, los entendidos en alta política, los que duermen en almohadas blanditas.
Cuando cae la noche, Zapata se marcha a un hotelucho, a un paso del ferrocarril que conduce a su tierra, y Villa a su tren militar. Al cabo de unos días, se despiden de la ciudad de México.
Los peones de las haciendas, los indios de las comunidades, los parias del campo, han descubierto el centro del poder y por un rato lo han ocupado, como de visita, en puntas de pie, ansiosos por terminar cuanto antes esta excursión a la luna. Ajenos a la gloria del triunfo regresan, por fin, a las tierras donde saben andar sin perderse.
No podría imaginar mejor noticia el heredero de Huerta, el general Venustiano Carranza, cuyas descalabradas tropas se están recuperando con ayuda de los Estados Unidos.
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