Fernando Martínez Heredia
La Jiribilla
Estoy
muy impresionado por la presencia del marxismo en el tema que me piden ustedes.
Las palabras “cultura” y “revolución” forman parte del lenguaje corriente, pero
el marxismo ha estado casi ausente en Cuba durante mucho tiempo. Es una señal
muy importante, a mi juicio, que ustedes lo incluyan en sus búsquedas. Hablaré
poco de marxismo en esta intervención, pero en realidad en casi toda ella
estaré apelando al marxismo, o en diálogo con él.
Es
imprescindible conocer y manejar conceptualmente las nociones de revolución,
cultura y marxismo, con dos fines básicos, por lo menos: que la conciencia
pueda recuperar terrenos que hemos perdido y se vuelva más capaz ante los retos
actuales; y trabajar concretamente con esos conceptos y con los valores a los
que ellos pueden ser referidos, tanto en el campo específico que nos toca en
cada sector como en las dimensiones más generales de la sociedad, las cuales es
ineludible abordar y conocer. Hoy es cuestión de vida o muerte para la Revolución que nosotros aprendamos a pensar, situarnos,
valorar y asumir criterios propios; a comprender el movimiento en su conjunto,
como pedía Carlos
Marx en el Manifiesto
Comunista. El compañero Raúl planteó la necesidad de articular y
desarrollar un pensamiento propio en su discurso del día 1º en Santiago,
reclamo que resulta providencial para nuestro tema.
Debo
ser selectivo, aludir a cuestiones que debería exponer en detalle, e incluso
ser parcial y omiso. Mi propósito es instigarlos a que sostengamos un diálogo a
partir de esta intervención, y alentarlos a que estudien cada vez más. Por las
características del asunto que nos reúne resulta imprescindible incluir la
dimensión histórica en el análisis; por consiguiente, abordaré elementos que
considero esenciales del proceso iniciado en 1959, aunque, como es natural, la
actualidad tendrá un lugar principal en nuestro encuentro. Solo insisto en que
debemos apoderarnos de la historia del proceso de este medio siglo —que,
desgraciadamente, es muy poco conocida—, porque sin ella no se puede pensar
bien el presente ni proyectar bien el futuro.
Después
de 1945, el capitalismo mundial se vio precisado a realizar cambios y reajustes
realmente importantes en su sistema, que se vieron facilitados por el
predominio a escala mundial de EE.UU. en el
seno del capitalismo. Su naturaleza, historia, medios y modos de actuar eran
más aptos para la nueva transformación que los de los poderes europeos, además
de no cargar con el pesado fardo histórico del viejo colonialismo, ni el más
reciente del fascismo. Es fundamental para nuestro tema tener en cuenta uno de
esos cambios: el gran proceso de democratización de los consumos culturales que
emprendió el capitalismo, un instrumento que ha tenido un valor grande y
creciente en las reformulaciones de su hegemonía. Por su parte, los demás
países independientes que se modernizaban y los nuevos Estados que se
constituían a partir de la terminación de los sistemas coloniales se
encontraron ante dos necesidades muy difíciles de separar: asumir una cultura
que tenía una tendencia cada vez más universalizante, a la vez que defenderse de
los efectos desarmantes sobre las culturas propias y de dominio extranjero que
aquella portaba. Sin olvidar la gama extraordinaria de especificidades e
identidades que albergan estos países —que en numerosos casos u oportunidades
se ha vuelto decisiva—, resolver bien ese desafío ha seguido siendo crucial
hasta el día de hoy.
También
después de 1945 sucedieron revoluciones de liberación nacional profundas y
consecuentes en varios países del que comenzaban a llamar “Tercer Mundo”, las
cuales animaron la formación de un nuevo campo ideológico revolucionario e
influyeron en un arco afroasiático de posiciones políticas que aspiraban a ser
independientes de la influencia de las grandes potencias.
El
socialismo y el marxismo habían sufrido un estancamiento en su centro mundial,
desde el trágico final del proceso revolucionario bolchevique en la Unión Soviética durante
los años Treinta. Pero aquel país emergió triunfante de la prueba mortal de la
Segunda Guerra Mundial, y su peso decisivo en la victoria sobre el fascismo
alemán le aportó un inmenso prestigio, potencialmente extensible al socialismo.
Sucedió entonces un segundo desencuentro funesto para la universalización del
socialismo revolucionario marxista en el siglo XX, entre lo que podía ser su
motor e influencia principales y los movimientos y las ideas de liberación de
los pueblos del mundo que el capitalismo había sojuzgado.[1] Después de 1953,
la URSS no logró ir más allá en cuanto a cambios que algunos reajustes en su
sistema, en el del campo que había constituido con varios países europeos y en
el conjunto de organizaciones políticas que lideraba a escala mundial. Pero se
convirtió en el rival geopolítico mundial de EE.UU., y en
ese carácter constituyó un factor favorable para el llamado Tercer Mundo, en
formas y medidas diversas.
La
incapacidad de continuar desarrollando una nueva cultura, diferente y no
solamente opuesta al capitalismo, tarea ciclópea iniciada por la Revolución bolchevique,
y la apelación cada vez mayor a elementos de la cultura del capitalismo, fueron
decisivas en el proceso histórico de la Unión Soviética.
Todo el que pretenda situarse bien como socialista en la actualidad está
obligado a estudiar aquel proceso.
Menciono
al menos que desde los años Veinte las experiencias de resistencias, rebeldías
y organizaciones habían producido intentos prácticos y cuerpos de ideas
dirigidos al desarrollo del socialismo y el marxismo desde las realidades, las
necesidades y los proyectos del mundo colonizado y neocolonizado. Su conjunto
configura un acervo cultural revolucionario tan valioso como poco difundido y
apreciado.
El
triunfo de la Revolución cubana fue un evento formidable. En medio del
Occidente burgués, al pie mismo de EE.UU., un
pequeño país inauguró los famosos años Sesenta en enero de 1959. Sus noticias,
sus fotos, sus imágenes, conmovieron a América Latina y
se expandieron por el mundo. El dirigente máximo del movimiento insurreccional
y de la guerra revolucionaria,Fidel Castro,
se convirtió en el líder supremo de la Revolución,
conductor y radicalizador del proceso, educador político principal, artífice y
símbolo de la unidad de los revolucionarios y del pueblo, y uno de los líderes
políticos protagonistas en la escena internacional.
Para
ilustrar lo que significó la Revolución en
cuanto a cambios culturales en una multitud de terrenos, transformaciones que
habían sido inconcebibles hasta aquel momento, me detengo un momento en el año
1961.
Aquel
año es tan famoso y recordado por la campaña de alfabetización como por la
batalla de Girón. La primera fue la vía para la multiplicación de los actores
capacitados en el proceso de la Revolución:
una masa enorme se apoderó de la palabra escrita y la esgrimió como una
conquista de la sociedad liberada, se transformaron los datos esenciales de una
parte enorme de la actividad cultural y de comunicación, y una primera
generación de jovencitos tuvo su gesta revolucionaria posterior a 1958. La
segunda fue la puesta en práctica del armamento general del pueblo que había
preconizado Marx como requisito de las revoluciones proletarias, en una
apoteosis de sangre y victoria que confirmó la capacidad de defenderse de laRevolución,
bautizó al socialismo cubano y legitimó a las Milicias como su principal
organización de masas.
En
1961 se hicieron palpables los desgarramientos que implicaba aquel proceso
descomunal. Cincuenta y siete mil personas se marcharon por el aeropuerto
de La Habana hacia EE.UU. entre
junio y agosto, mientras la disyuntiva heroica se expresaba en formas
personales y familiares de rechazos y abandonos, o de nuevas razones de uniones
más íntimas y fuertes. Entre los momentos estelares y los avatares cotidianos
se desarrollaba una familia nueva, hermosa y enorme: la de las compañeras y los
compañeros. Al mismo tiempo, se plasmaba una nueva unidad nacional que llegó a
excluir de la condición de cubano a quienes se marchaban del país, y se
emprendía —quizás demasiado pronto— un intento de organización política de laRevolución,
fallido porque pretendió parecerse demasiado a la que regía en el campo europeo
de la URSS.
La
cubana fue una revolución socialista de liberación nacional, un tipo de
revolución que no aparecía en el alud de textos de marxismo que llegaba a Cuba
en esos años. Ese carácter le fue dado por la praxis consciente y organizada,
primero de una minoría combatiente que se ganó el apoyo popular, y a partir del
triunfo, de cientos de miles de personas que se concientizaban y organizaban, y
de un consenso popular muy activo y muy decidido. De ese modo, la Revolución rompió
una y otra vez los límites de lo posible, y creó nuevas realidades. Por
consiguiente, el hecho mismo de la Revolución,
su fuerza y su pervivencia, no se explicaban por un requisito fijado por
aquellos textos tan normativos: la obligada correspondencia entre las fuerzas
productivas y las relaciones de producción; más bien lo contradecían. Unir la
liberación nacional y el socialismo fue un gran logro revolucionario que Cuba
le aportó a la cultura del siglo XX, después de tantas décadas de intentos
usualmente frustrados, discusiones estériles y conflictos que más de una vez
llegaron a ser trágicos. El concepto de pueblo sirvió para comprender las
luchas de clases y patrióticas que se necesitaban, y la acción del pueblo
demostró su exactitud sobre el terreno.
En
una sociedad con realidades y conciencia social referidas a lo mercantil y al
dinero desde su primera gran expansión económica hace más de doscientos años,
la política práctica y la conciencia política habían sido sumamente
desarrolladas desde las revoluciones por la independencia —que violentaron el
curso esperable de la evolución económica— y durante toda la época de la
república burguesa neocolonial. En la etapa de los veinte años previos a la
insurrección —la segunda república—, la sociedad civil y las dimensiones
política e ideológica, con sus soluciones cívico-electorales para los problemas
esenciales del país, sus organizaciones y su libertad de expresión, tenían
mucho más desarrollo y expectativas que la formación económica burguesa
neocolonizada. El resultado era un callejón sin salida.
La revolución liberó al país del poder de la burguesía y del imperialismo norteamericano, de hecho y en la dimensión de la hegemonía, mediante el recurso a desatar y multiplicar una y otra vez las fuerzas del pueblo y del poder revolucionario. Implantó la justicia social a fondo, sin temor y sin fronteras, y sometió a sucesivas destrucciones la división de la sociedad entre élites y masas. A una escala y profundidad que no se habían soñado, se fueron creando una nueva conciencia y una nueva educación política. El cambio de la actitud ante el consumo —que era inducida y reforzada por extraordinarios aparatos de publicidad y marketing— fue realmente ejemplar. Cambió inclusive el sentido de los tiempos, cuando el presente se pobló de una multitud de acontecimientos, el pasado fue requerido para que apoyara a la lucha revolucionaria y revisado, y el futuro dejó de tener plazos cortos y efímeros para las mayorías, y se convirtió en un proyecto liberador muy trascendente que exigía, estimulaba y justificaba, digno de la entrega de los que no les alcanzaría la vida para verlo realizado.
La Revolución tuvo
que emprender y llevar a cabo modernizaciones colosales en innumerables aspectos
de la vida de las personas, las relaciones sociales y las instituciones,
primero por perentorios actos de justicia, pero pronto, como consecuencia de
las mismas expectativas que iba creando en una población que crecía sin cesar
en capacidades y necesidades. Pero para ser realmente socialista debía
emprender al mismo tiempo la crítica del carácter burgués de la modernidad y de
las relaciones y contradicciones que existen entre civilización y liberación.
Fidel y el Che supieron comprender, actuar y divulgar en ese terreno complejo
pero vital, y le abrieron un cauce formidable al radicalismo revolucionario que
había planteado tan tempranamente José Martí.
La primera revolución socialista autóctona de Occidente supo enfrentarse a
todos los colonialismos.
La
gigantesca transformación creó la necesidad de un pensamiento trascendente,
razón mucho más válida que la asunción del socialismo para comprender el súbito
predicamento que alcanzó la filosofía marxista en Cuba. Lo que vengo planteando
—y otras cuestiones que no menciono— levantaba desafíos nunca vistos antes al
pensamiento y exigía la construcción de una filosofía de la Revolución cubana.
Agrego solamente dos requisitos tremendos que confrontó desde el inicio el
proceso de transición socialista: actuar, en lo fundamental, yendo más allá de
la supuesta “etapa del desarrollo” en que se encontraba el país; y revolucionar
una y otra vez las condiciones generales de la sociedad, las relaciones e
instituciones principales, la actuación revolucionaria y la propia organización
social. Estas dos necesidades siguen siendo condicionantes de la transición
socialista hasta la actualidad. La plena conciencia de ellas, y su expresión
pública, caracterizó a la dirección revolucionaria. Por ejemplo, el Che dijo:
“hemos sustituido la lucha viva de las clases por el poder del Estado en nombre
del pueblo”. Concibió a la Revolución como
un puesto de mando sobre una economía con apellido, puesta al servicio de los
trabajadores y el pueblo al mismo tiempo que dirigida al desarrollo del país y
a su defensa.
En
la Cuba de los años sesenta existía la conciencia de que aquellas profundas
transformaciones serían al mismo tiempo la premisa para desplegar procesos de
liberaciones cada vez más profundas y abarcadoras, capaces de subvertir hasta
sus propias creaciones previas, en busca de nuevas personas, una nueva sociedad
y una nueva cultura. La Revolución franqueó
el acceso a un formidable avance de la conciencia que sería suicida olvidar: la
certeza de que todas las sociedades que llaman modernas funcionan garantizando
la reproducción general de las condiciones de existencia de la dominación de
clase y la dominación nacional, y que ellas han sido y son suficientemente
competentes y hábiles para reabsorber y reapropiarse procesos que durante una
época fueron revolucionarios.
Después de las nacionalizaciones masivas y la batalla de Girón quedó claro y expreso que Cuba era socialista, pero al mismo tiempo se desplegaron serias diferencias y algunos conflictos dentro del campo de la Revolución, acerca de cuestiones fundamentales de la comprensión del socialismo. Todo el pensamiento existente en 1959, cuya riqueza, amplitud y diversidad es conveniente no olvidar, resultaba, sin embargo, insuficiente desde sus propios principios para enfrentar los nuevos retos. Por cierto, en condiciones muy diferentes, estamos hoy ante una insuficiencia análoga.
Había
que poner el pensamiento a la altura de los hechos, de los problemas y de los
proyectos, porque él debía ser un auxiliar imprescindible, un adelantado y un
prefigurador. Sucedió entonces una colosal batalla de las ideas, que después
fue sometida en su mayor parte al olvido y que está regresando, en buen
momento, para ayudarnos a comprender bien de dónde venimos, qué somos y adónde
podemos ir. El democratismo de los años Cuarenta y Cincuenta, que había
contribuido mucho a formar ciudadanos más capaces y exigentes, no pudo
encontrar su lugar en medio de la tormenta revolucionaria. El socialismo del
campo soviético no podía servirle al propósito liberador; el hecho de ser la
URSS el principal aliado que tuvimos y el entusiasmo con que nos abalanzamos
sobre el marxismo más bien fueron factores de confusión y perjuicio en los
terrenos de la política y del pensamiento. La teoría de Marx, Engels y Lenin
había sido reducida por el llamado comunismo a una ideología autoritaria
destinada sobre todo a legitimar, obedecer, clasificar y juzgar.
Necesitábamos
un marxismo creador y abierto, debatidor, que supiera asumir el
anticolonialismo más radical, el internacionalismo en vez de la razón de
Estado, un verdadero antimperialismo y la transformación sin fronteras de la
persona y la sociedad socialista, como premisas militantes de un trabajo
intelectual que fuera celoso de su autonomía y esencialmente crítico. Un
marxismo que no se creyera el único pensamiento admisible, ni el juez de los
demás.
“Pensar
con cabeza propia”, entonces, no era una frase, sino una necesidad perentoria.
Pero se trataba de un propósito muy difícil, porque el colonialismo mental
resulta el más reacio a reconocerse, porta la enfermedad de la soberbia y la
creencia en la civilización y la razón como entes superiores e inapelables.
La educación sistemática
convencional, y una gran parte de la que se adquiere por medios propios, es una
formación para convertirse en un colonizado. Asume formas groseras y formas
sutiles. Hay modernizaciones que parecen aportar autonomía, cuando en realidad
solamente “ponen al día” los sistemas de dominación. La colonización de las
personas sobrevive a la terminación de la colonización territorial y logra
perdurar después del cese de la dominación neocolonial. Es una oscura revancha,
que un día se despoja de sus disfraces y pasa a reinar.
Sin
embargo, la revolución verdadera todo lo puede, y en aquellos años se reunieron
las grandes modernizaciones y el ansia de aprender con el cuestionamiento de
las normas y las verdades establecidas, la entrega completa y la militancia
abnegada con la actitud libertaria y la actuación rebelde, la polémica y el
disenso dentro de la Revolución. En todo caso, estaba claro que el pensamiento
determinante también tendría que ser nuevo. Por otra parte, para pensar con
cabeza propia hay que tener instrumentos. Por eso, leer era una fiebre. Junto a
las obras y las palabras de cubanos, una gran cantidad de textos y autores de
otros países se consumían o se perseguían.
Es
cierto que el dogma y el catecismo, el marxismo como un talismán o como una
propiedad privada, seguían vivos y activos, y que cumplían funciones muy
diversas, que iban desde darles confianza y seguridad en la victoria futura del
socialismo y el comunismo a muchos revolucionarios hasta la de encadenar y
empobrecer el pensamiento, imponer autoritarismos y neutralizar voluntades,
bloquear iniciativas, crear sospechas, condenar los desacuerdos y, en el
terreno intelectual, animar la erudición vacía, la intolerancia y las citas de
autoridad. Pero esa doctrina había retrocedido mucho y había perdido
legitimidad.
Quiero
destacar que existía entonces un gran número de trabajos marxistas
latinoamericanos muy valiosos, y seguían apareciendo sin cesar. Entre ellos
hubo obras que aportaron mucho, y como marco de esa producción existía entre
nosotros y en el continente un ambiente social, político y cultural en el que
las nociones marxistas, o las que se le atribuían al marxismo, tenían un amplio
espacio de aceptación o de manejo. Los que tenían conocimientos de esa teoría o
estaban adquiriéndolos buscaban, leían y discutían con entusiasmo a autores
marxistas europeos, asiáticos y norteamericanos, pero con ánimo de volverse más
capaces de utilizar el marxismo frente a sus propios problemas y de formular
mejor sus propios proyectos y sus estrategias. La mayoría de los jóvenes no
conoce la inmensa riqueza de la obra intelectual latinoamericana del tercer
cuarto del siglo XX: se les ha privado de ella. Su rescate puede ayudar mucho a
que sea posible enfrentar con éxito los desafíos actuales.
La
que considero segunda etapa de la Revolución en
el poder —de inicios de los años Setenta al inicio de los Noventa— fue
sumamente contradictoria. Por una parte, registró grandes avances en la
redistribución de la riqueza, el consumo personal y la calidad de la vida, con
salarios reales superiores a los nominales, servicios de educación,
salud y otros universales y gratuitos, y un gran desarrollo de la seguridad
social. El nivel educacional experimentó un salto gigantesco, quizás único en
el mundo para un intervalo tan corto, y una gran parte de la población tuvo a
su alcance grandes oportunidades de ascenso, aunque la movilidad social fue
algo menor que en los años Sesenta. Se lograron las mayores producciones
azucareras de toda la historia del país, con un nivel alto de mecanización de
la cosecha. El internacionalismo, gran formador de altruismo y escuela superior
de socialismo, se expandió y llegó a ser de masas. Pero, por otra parte, Cuba
estableció una sujeción económica a la URSS como gran exportadora de azúcar
crudo y níquel e importadora de alimentos, petróleo, vehículos y equipos,
fórmula que aseguró el presente pero cerró puertas a la autosuficiencia
alimentaria y a un desarrollo económico autónomo, a pesar del gran crecimiento
de profesionales, técnicos y trabajadores calificados.
Se
produjo una profunda burocratización de las instituciones y organizaciones de
la Revolución,
y la eliminación de los debates entre los revolucionarios. La ideología
dominante en la URSS fue impuesta como el único y legítimo socialismo, y se
copiaron parcialmente instituciones y políticas de aquel país. Como los rasgos
esenciales del socialismo cubano se mantuvieron, el resultado fue híbrido y
contradictorio. Un autoritarismo férreo se abatió sobre la dimensión ideológica
y los medios de comunicación, sometidos a dura censura y a algo peor, la
autocensura. El pensamiento social fue dogmatizado y empobrecido. Predominaron
las ideas civilizatorias sobre las de liberación socialistas. Aunque las
características positivas de la etapa les restaban importancia, aparecieron
privilegios e intereses de grupos, doble moral, oportunismo o indiferencia, y
otros males diversos.
Desde
mediados de los años ochenta, Fidel lanzó una campaña política e ideológica
llamada de “rectificación de errores y tendencias negativas”, que trató cumplir
esas tareas, recuperar el proyecto original de la Revolución en
las nuevas condiciones, profundizar el socialismo y enfrentar a tiempo la fase
final, que nuestro líder preveía, de la URSS y el llamado campo socialista.
Pronto se desencadenaron aquellos eventos tan desastrosos e indecorosos, pero
no pudieron arrastrar consigo a la Revolución cubana,
que demostró así su especificidad y sus cualidades. La maestría y la firmeza
del líder y la abnegación y la sabiduría política del pueblo, unidos,
impidieron la caída del socialismo cubano. Sin embargo, resultó inevitable la
abrumadora crisis económica y de la calidad de la vida de los primeros años
Noventa, que precipitó el final de la segunda etapa de la Revolución en
el poder y cambió los datos principales de la situación.
La
gran acumulación cultural revolucionaria propia ha seguido siendo decisiva para
el sistema cubano hasta hoy, aunque en buena parte lo es de otro modo. Pero en
una medida muy grande y creciente, somos hijos de estos últimos veinte años.
Desde
el inicio de la gran crisis la forma de gobierno tuvo que concentrar más el
poder, y lo esencial de la política fue la cohesión firme entre ese poder y la
mayoría del pueblo, que lo identificaba como el defensor del sistema de
justicia social y transición socialista, y de la soberanía nacional. Así fue de
hecho, pero no se desató una lucha ideológica que enfrentara el desprestigio
mundial al que se estaba sometiendo al socialismo y reivindicara el socialismo
cubano, y aunque pudieron expresarse públicamente criterios revolucionarios
diferenciados, no se alentaron los debates que tanto necesitaba la nueva
situación. Porque desde esos primeros años Noventa se pusieron en marcha
importantes transformaciones de la vida, las relaciones sociales y las
conciencias dentro de la sociedad cubana, que han erosionado una buena parte de
la manera de vivir que conquistó el socialismo en Cuba, y de las
representaciones y valores que le correspondían. Esos cambios han sido
paulatinos durante más de 20 años, hasta hoy.
La
ofensiva de Fidel al inicio del siglo XXI pretendió frenar desigualdades y
reforzar al socialismo. Sin embargo, tuvo la insuficiencia grave de abandonar
prácticamente la apelación a una divulgación política e ideológica que
relacionara las medidas que se tomaban con las características socialistas que
conservaba la mayor parte de la vida social y con la necesidad de defender y
desarrollar el socialismo. Dejó de existir un pensamiento estructurado que
operara como fundamentación del socialismo en Cuba y, por consiguiente, se
vieron perjudicadas las prácticas relacionadas con él en la política, la educación,
los medios, la divulgación, la vida cotidiana. Esas dos ausencias se han ido
instalando en la cultura cubana.
En
la actualidad existe una gran franja cultural en el país que es ajena a
la Revolución.
Y dentro de la cultura cubana está instalado el rasgo constituido por una
despolitización que al inicio —en los primeros Noventa— contenía elementos de
crítica política o de desilusión; después, ha buscado sus posturas y su
legitimidad en la actividad individual, las profesiones, oficios y grupos de
pertenencia, y también ha pretendido encontrar referentes en una supuesta
tradición nacional, tornada aséptica y expurgado su enorme y tantas veces decisivo
componente cívico y político. En el período reciente, la despolitización es
asumida por sectores de población con naturalidad y sin explicaciones.
Esa
posición privilegia los asuntos personales y las relaciones familiares y de
pequeños grupos, y suele creerse ajena a las militancias y las contaminaciones
políticas. En unos, expresa el cansancio o la falta de interés en lo político;
en otros, los afanes de la vida del hombre económico, aunque también se
combinan las motivaciones. No hace política, pero desempeña, sin duda,
funciones políticas: en un campo aparentemente inocuo ayuda a socavar las bases
espirituales y morales del socialismo en Cuba. Convive en paralelo con las
convicciones políticas y las costumbres arraigadas durante el proceso iniciado en
1959, como conviven en paralelo en nuestra sociedad un enorme número de
relaciones sociales, representaciones y valores socialistas y capitalistas,
pero disimula como ninguno sus consecuencias antisocialistas y
antirrevolucionarias. Podría llegar a formar parte de la formación de una
ideología conservadora de clase media.
Es
necesario conocer este proceso de despolitización, sus rasgos y sus tendencias,
para actuar con eficiencia respecto a él. Por el componente reactivo que ha
tenido, en relación con la politización extremada que rigió durante un largo
período la vida del país —que podía llegar a ser agobiadora—, prefiero
distinguir el apoliticismo respecto a otro proceso que en las últimas dos
décadas ha registrado una expansión y un afianzamiento crecientes: la
conservatización social. Esta última tiene análogas características y
consecuencias respecto a lo político y al antisocialismo, pero parece ser aún
más neutra que la despolitización, como la portadora de modas, comportamientos,
satisfacciones y normas que tienen su referente en algo que porta el aura de lo
intemporal. En suma, como una “vuelta a la normalidad” de la sociedad.
La
conservatización compite por ser la rectora de los valores y del buen gusto, de
la imagen social y de los criterios, del juicio que cada quien se forme acerca
de sí y de los demás, de la concepción del mundo y de la vida en nuestra
sociedad. Este cáncer es pariente cercano de otro mal que nos corroe, de
apariencia más moderna: el enorme consumo de productos culturales norteamericanos.
En 2011 escribí un texto acerca del enfrentamiento crucial que vive el mundo,
en el que incluía, como es imprescindible, la guerra cultural mundial,
estrategia principal del imperialismo en ese conflicto. Permítanme hacer una
larga cita de ese texto, en aras de nuestro objetivo: Cuba no está fuera de esa
guerra: somos un objetivo especial de ella, porque los expulsamos de aquí y
hemos resistido con éxito al imperialismo durante más de medio siglo. Ellos
quieren restaurar en Cuba el capitalismo neocolonizado, y para nosotros no hay
opciones intermedias.
Una
entre otras tareas sería trabajar contra las formas cotidianas en que se
siembra, difunde y sedimenta ese control, sobre todo las que parecen ajenas a
lo político o ideológico, e inofensivas. Por ejemplo, a través del consumo de
un alud interminable de materiales se intenta norteamericanizar a cientos de
millones en todo el planeta, en cuanto a las imágenes, las percepciones y los
sentimientos. A veces tratan cuestiones políticas, con enfoques variados
—aunque prima el conservatismo—, pero la proporción es ínfima en relación con
las cuestiones no políticas. Lo decisivo es familiarizar y acostumbrar a
compartir con simpatía las situaciones, el sentido común, los valores, los
trajines diarios, los modelos de conducta, la bandera, las aventuras de una
multitud de héroes, las ideas, los artistas famosos, los policías, la vida
entera y el espíritu de EE.UU.
Sin vivir allá ni aspirar a una tarjeta verde. Es suicida quien cree que esto
es solamente un entretenimiento inocente para pasar ratos amables.
¿Qué
es noticia al servicio de la dominación, para qué, cómo se trabaja, cuánto
dura? En este campo tan crucial para la ideología coexisten los análisis
espléndidos o rigurosos de especialistas, que lo muestran o explican muy bien,
con el tratamiento que suele darse en la práctica a la información y la
consecuente formación de opinión pública. Se ven y se oyen materiales que constituyen
propaganda imperialista acerca de los hechos que realizan contra los pueblos,
sin hacerles ninguna crítica, o se repiten sus términos, como el que le llama
“servicio internacional” a su ejército de ocupación de un país. No basta con
hacer divulgación o propaganda antimperialistas, si ellas conviven con mensajes
imperialistas y fórmulas confusionistas. (…)
No
es posible ser ciego: están tratando de convertir en hechos naturales hasta sus
mayores crímenes, en asunto de noticias sesgadas y empleo de palabras más o
menos comedidas. Su apuesta es lograr que los activistas sociales y los
intelectuales y artistas que son conscientes y se oponen queden solos y
aislados en sus nichos, y sus productos sean consumos de minorías, mientras las
mayorías conforman una corriente principal totalmente controlada por ellos. El
apoliticismo y la conservatización de la vida social son fundamentales para el
capitalismo actual.[2]
Es
impresionante cuánto material que responde a esa campaña imperialista ocupa
espacio en medios de comunicación que pertenecen al Estado cubano. Es vital
crear conciencia acerca de esto, y sobre todo actuar en contra de algún modo
que sea efectivo. En general, el mundo de lo político y el de lo apolítico
están viviendo en paralelo, con escasos conflictos y aparentemente sin generar
cambios en la situación. Como esto no genera confrontaciones, podría parecer
innecesario que quien se sienta revolucionario vea con alarma lo que sucede y
actúe en consecuencia. Ese sería un error muy grave. En realidad, esa calmada
convivencia solo contribuye a reforzar un proceso sumamente peligroso de
desarme ideológico que está en marcha en nuestro país.
A
contrapelo de lo anterior, en estos últimos años se ha producido un positivo
aumento de la politización en sectores amplios de población, que pone
parcialmente en acción el nivel tan extraordinario de conciencia política que
posee el pueblo cubano. Emergen sectores no pequeños de jóvenes politizados o
con deseo de estarlo, que rechazan el capitalismo. Una parte de ellos podría ir
integrando una nueva intelectualidad revolucionaria. Ha crecido bastante la
expresión pública de criterios diferentes dentro del cauce del socialismo, pero
la socialización de un pensamiento que trate las cuestiones esenciales sigue
sin ponerse a la orden del día.
Mientras,
se han emprendido transformaciones que pueden ser decisivas respecto a la
existencia misma del socialismo cubano, al mismo tiempo que continúan
tendencias que vienen del curso de las últimas dos décadas. Se han tomado y se
toman medidas económicas muy importantes sin que haya discusión desde una u
otra posición en economía política, porque no se invoca ninguna. Un pragmatismo
descarnado es la regla, salpicado por algunas palabras que reiteran que lo que
se hace es para el socialismo o en nombre de él. Existe un divorcio total entre
las reflexiones críticas y las preocupaciones que expresan revolucionarios
socialistas —entre los cuales hay cierto número de dirigentes—, por un lado, y
por otro numerosas informaciones y trabajos de opinión que aparecen en medios
que pertenecen al Estado, ciegos ante lo que les parece negativo o
inconveniente, y aferrados a tópicos que ya no son y a otros que nunca fueron.
Una
parte de los aparatos encargados de lo político, del Estado y de otras
organizaciones e instituciones sociales, alberga numerosas deficiencias. Entre
ellas están la indiferencia ante el deber de apoyar tanto las críticas justas
como las iniciativas positivas de las personas conscientes, una inercia
descomunal y el ocultamiento o la pasividad ante lo mal hecho. A muchos
efectos, es como si hubiera dos países.
Cuba
vive una pugna cultural crucial entre el capitalismo y el socialismo. Ella se
libra de un modo pacífico que es ejemplar, pero lo que está en juego es la
naturaleza del sistema y de la manera de vivir que han regido en este país
desde 1959. Hoy tenemos enfrente dos riesgos: a) que no triunfe el socialismo;
b) que en algún momento se rompan los equilibrios que rigen esa pugna.
El
discurso del compañero Raúl el 1º de enero constituye también, a mi juicio, un
llamado a que se plasme la ofensiva política socialista que es tan necesaria.
El pueblo cubano ha ejercido la justicia social, la libertad, la solidaridad,
el pensar con su propia cabeza, y se ha acostumbrado a hacerlo. A pesar de los
enemigos, las insuficiencias y los errores, nos hemos vuelto más capaces de
satisfacer las exigencias provenientes de las capacidades y los valores
adquiridos por la humanidad durante el siglo XX que los pueblos de la mayor
parte del mundo.
Para
enfrentar con éxito la contienda cultural que está en curso me parece
imprescindible hacer expresa, fortalecer y desarrollar la alianza entre un
poder político que mantenga sus fuerzas y esté dispuesto a someterse a un
proyecto socialista participativo que lo vaya convirtiendo en un poder popular,
y la cultura, que es una dimensión descollante de la vida nacional y al mismo
tiempo constituye un potencial capaz de ponerse en acto, si se trabaja en el
campo cultural con una combinación de plan y de voluntad revolucionaria, y se
eliminan serios obstáculos que confronta. Esa alianza sería una de las fuerzas
principales en una batalla que tendrá dos objetivos: impedir que las personas y
la sociedad sean sometidas a un modo de vida y de organización social de
explotación, injusticias sociales y cesiones de soberanía; y volver capaces a
las personas y la sociedad de desplegar sus cualidades y sus capacidades para
defender y desarrollar una sociedad solidaria y socialista.No será suficiente
la crítica más atinada y profunda. Para ser viables y para triunfar estamos
obligados a crear una nueva cultura diferente y superior a la del capitalismo.
Que logremos ser “cultos y políticos” al mismo tiempo y en las mismas personas
será un avance fundamental, porque mostrará que nos estamos dotando de
facultades y potencialidades para triunfar en la más difícil de las pruebas que
existen en el mundo actual. Será también indicio y anuncio de un tiempo que
tendrá que venir, en el que la política no “atenderá” a la cultura, sino que
será una de las formas de la cultura.
Tengamos
conciencia política del momento histórico en que vivimos y lo que se juega en
él. Cada día somos más y adquirimos más conciencia, en esta hora de Cuba, y
podemos ir condensando nuestras ideas, sentimientos y prácticas en la formación
de un bloque intergeneracional. Entre innumerables tanteos, puede ser que
estemos participando en las primeras etapas de la puesta en marcha, desde
muchos lugares diferentes, de lo que mañana llegará a ser un nuevo bloque histórico.
Unas
palabras finales acerca del pensamiento y del marxismo, como les prometí al
inicio.
Resulta
obvio que en Cuba es necesario y urgente un pensamiento que sea idóneo para
analizar en toda su complejidad la situación actual y las tendencias que pugnan
en ella, los instrumentos, las estrategias y tácticas, el rumbo a seguir y el
proyecto. Ese pensamiento es uno de los elementos indispensables para que se
mantenga la manera de vivir que construimos con tantas creaciones y tantos
esfuerzos y sacrificios, y lo haga del único modo que en última instancia le es
posible al socialismo: mediante el despliegue de sus fuerzas propias y sus
potencialidades, y la capacidad dialéctica de revolucionarse a sí mismo una y
otra vez. Sería suicida suponer que un pragmatismo afortunado nos salvará: la
sociedad socialista está obligada a ser intencionada, organizada y, si es
posible, planeada. En la acera de enfrente, hasta el sentido común es burgués.
Nosotros tenemos que combinar bien el realismo terco con la imaginación.
Necesitamos
ser capaces de elaborar una economía política al servicio del socialismo para
la Cuba actual y la previsible, y desarrollar en todos sus aspectos un
pensamiento social crítico y aportador, capaz de participar con eficacia en la
decisiva batalla cultural que se está librando. Ese pensamiento tendrá que ser
socialista, es decir, superior a la mera reproducción esperable de la vida
social, y si sabe utilizar el marxismo tendrá a su favor el instrumento más
avanzado con que puede pensarse la liberación humana y social.
Entre
el final de los años ochenta y los primeros noventa, el tiempo del proceso de
rectificación, la gran crisis económica y el desprestigio mundial del
socialismo, no solo naufragó en Cuba el mal llamado marxismo-leninismo: se
produjo un alejamiento bastante generalizado de todo el marxismo. La historia
de las dos décadas siguientes ha registrado una gran diversidad en ese campo.
Minorías sumamente valiosas y esforzadas han estudiado, hecho docencia,
expuesto, utilizado y publicado marxismo, en una labor de rescate y desarrollo
muy difícil, porque en la mayor parte del sistema de enseñanza y de la
divulgación que hacen algunos medios tiene en su contra el conservatismo, la
rutina o la inercia, esta última un mal nacional actual que ya es comparable al
burocratismo en su alcance nefasto. El marxismo ha recibido muy escasa atención
en el trabajo, el lenguaje y los medios políticos e ideológicos, y seguramente
le ha parecido de mal gusto mencionarlo a los que no se arriesgan a nada que no
se les oriente o les parezca aprobado previamente, y a las víctimas o los
seguidores de la avalancha de productos culturales que padecemos, propagadores
del modo de vida, los sentimientos, los valores y los pensamientos, de la
cultura, en suma, del capitalismo.
Nos
ha favorecido mucho el soplo de aire fresco en el terreno teórico que acompañó
a la rectificación y al desastre, y el ambiente de permisividad en ese campo
que se implantó a continuación. Pero ahora que cada vez lo necesitaremos más,
no podemos cometer el error de asumir cualquier cosa que se presente como
marxismo. Me extendí un poco al caracterizar aquel tiempo del pensamiento en
que fue necesario y se logró asumir una filosofía para la Revolución cubana,
porque hoy se vuelve necesario repetir aquel logro, y nada que sea menor nos
servirá. Como sucede siempre, tendrá que ser muy creativo y muy abierto y
receptivo a las opiniones diversas, pero será de otro modo, enfrentará otros
problemas, utilizará otros instrumentos, elaborará nuevas tesis y desempeñará
papeles mayores que los de entonces en la elaboración cultural de un socialismo
que considerará al del siglo XX como un socialismo primitivo. Si alcanzo a
verlo, me sentiré muy feliz.
[1] El primero sucedió en los años veinte-treinta, en los tiempos de la Internacional Comunista.
[2] Fernando Martínez Heredia: “Contra el capitalismo”, 1º de septiembre de 2011. Fue publicado en medios digitales.
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